Podemos
hablar de libertad lo que queramos, vivimos en un mundo de muros.
Solían ser tan pocos como para recordarlos: el muro de
Adriano, la muralla china, el muro de Berlín. Hoy están por todas partes. Los
muros de los viejos tiempos no solo no han desaparecido sino que se han convertido
en virales, penetrando cada nivel de la sociedad. Wall Street, llamada así por
una barricada construida por esclavos africanos para proteger a los colonos
blancos, ejemplifica esta transformación: ya no es una cuestión de vallas para
mantener fuera a los nativos, sino un negocio de mantener divisiones ubicuas en
una sociedad en la que ya no existe el “afuera”
Estas
divisiones toman muchas formas. Hay fronteras físicas: comunidades valladas,
campus y centros comerciales privados, controles de seguridad, campos de
refugiados, fronteras de cemento y alambre de espino. Hay fronteras sociales:
Redes de ex alumnos de colegios privados, vecindarios segregados por clase y
raza, zonas invisibles en el patio de recreo para guais y no guais. Hay
fronteras controlando los flujos de información: Cortafuegos de internet,
limpiezas de seguridad, bases de datos clasificados. Desde el punto de vista de
nuestros gobernantes, cuantas más fronteras se puedan imponer para un desigual
acceso a la información o al compra de poder, mejor. Esto es más conveniente
que los campos de minas y los guardias armados, aunque estos disten mucho de
estar obsoletos.
Las
fronteras no solo dividen países: existen donde sea que la gente tiene que
temer a las redadas de inmigración, donde sé que la gente tiene que aceptar
sueldos más bajos porque no tienen documentos. Las fronteras se extienden en la
otra dirección también: hay campos de detención en el norte de África en los
que las naciones europeas subcontratan el trabajo de controlar a los
inmigrantes. Una solo tiene que visitar los suburbios de Kinshasa y los parques
de Oslo uno tras el otro para tener una apreciación de que cantidad de barreras
deba haber entre los unos y los otros.
Por
supuesto, hay inmigrantes en Oslo que no están mucho mejor de lo que estaban en
casa, mientras que la clase cómplice en Kinshasa tiene más riqueza y poder que
el noruego medio. El mundo no está solo dividido horizontalmente en zonas
espaciales, sino socialmente dividido en zonas de privilegio, de acceso.
La frontera entre USA y Méjico es parte de la misma estructura que la valla de
cadenas que mantiene a la persona sin techo fuera del aparcamiento o el precio
freno que aparta a los jornaleros de
comprar la opción “orgánica” en la tienda de ultramarinos. Todos estos son
muros.
¿Y cuál es
el corolario de estos muros? Los presos. Si un preso es una persona contenida
por muros ¿en que nos convierte eso a nosotras?
Los nuevos
muros no afectan a todas las personas de la misma manera. Algunas trabajan en
maquilas, fabricando productos que viajan más lejos de lo que ellas jamás les permitirán.
Otras correrán alrededor del mundo, acumulando frecuentemente millas de vuelo y
jet lag. Paradójicamente, la proliferación de muros parece estar acompañada por
un giro hacia el movimiento constante. Esto afecta a ambos, los pobres que
tienen que perseguir un trabajo, y los ricos cuyo trabajo es perseguir al
mercado mismo. En este contexto, el rol de los muros no es tanto bloquear el
movimiento sino canalizarlo.
Muchos de
estos viajes parecen voluntarios, incluso mantienen algunas de las románticas
asociaciones sobre partir hacia lo desconocido. Pero considerados como un todo,
más parece los vientos de la economía barriéndonos como cagallon por cequia
alrededor del mundo. La industrialización nos infligió una temprana ola de
transitoriedad, desarraigando trabajadores del campo y rompiendo las familias
extensas, dejando la familia nuclear como la unidad social básica. Hoy la nueva ola de transcendencia esta
incluso rompiendo las familias nucleares.
El viaje y
la recolocación perpetuos fracturan las comunidades establecidas, los lazos
sociales, y las culturas que valoras otras actividades más allá del
intercambio. A mil kilómetros de casa, solo podemos comer en un restaurante,
incluso aunque hubieras preferido coger la comida en un huerto y cocinarla con
amigos. Cuando todo el mundo está
constantemente moviéndose, parece más lógico tratar de acumular capital que
desarrollar relaciones a largo plazo y compromisos. El capital es
universalmente intercambiable, mientras las relaciones personales son únicas e intransferibles.
Cuanto más atomizados nos volvemos, más nos sentimos compelidos a
desarraigarnos nosotros mismos para buscar de nuevo en cualquier otro sitio
todo aquello que hemos perdido.
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